Imagen blog.

Imagen blog.

martes, 31 de enero de 2017

Un forastero que promete lo imposible.


(Quisiera proponer en lo que sigue un espacio de reflexión filosófico-estético, aún en periodo de gestación intelectual, en el que, en el mejor de los casos, situaré mi mirada en los meses próximos, ya sea como proyecto personal o como parte del requisito académico indispensable para superar mis estudios actuales de máster en la Universidad de Málaga).

El poeta del que tantas veces se ha dicho que estaba “maldito”, autor de Las flores del mal, se refería a la modernidad como aquello que no cesa: contingente y transitorio. Características con las que muchos siglos antes Platón había descrito el repudiado “Mundo sensible”.

Pues bien: pese a la insistencia algunos filósofos, me temo que nos encontramos en este más acá, azaroso y contingente, frenético y lleno de excesos, el cual Baudelaire bien supo definir en su momento. Caracterizado por el cambio, por el perecer siempre próximo; por no detenerse, por la náusea que Sartre supo advertir; así como por la indiferente sensación de extranjería constante que el escritor francés A. Camus declarara: es éste nuestro mundo. Sólo hay un mundo y es éste, en el que cabe crecer en la misma medida que cabe perecer.

En estas coordenadas, que presuponen un mundo impreciso e imperfecto, se ubica la figura del fotógrafo. Este forastero nos promete lo imposible: detener el devenir. Más aún: proveernos, haciendo uso de su cámara, de un cierto sosiego que nos salve. 
No será lo único que nos diga (ni lo único que nos prometa), pero sí lo único que yo confiese por el momento.

Antes de cerrar penosamente el asunto, debo confesarme. Me resulta tentador atribuir las palabras que escribe P. Auster en El país de las últimas cosas al fotógrafo que, con bastante insistencia, exige salir de mis pensamientos:


“Éstas son las últimas cosas —escribía ella—. Desaparecen una a una y no vuelven nunca más. Puedo hablarte de las que yo he visto, de las que ya no existen; pero dudo que haya tiempo para ello. Ahora todo ocurre tan rápidamente que no puedo seguir el ritmo. No espero que me entiendas. Tú no has visto nada de esto y, aunque lo intentaras, jamás podrías imaginártelo. Éstas son las últimas cosas.


domingo, 6 de noviembre de 2016

Tan próximos y tan distantes.


“Ante el objetivo soy a la vez aquel que creo ser, aquel que quisiera que crean, aquel que el fotógrafo cree que soy y aquel de quien se sirve para exhibir su arte. Dicho de otro modo: no ceso de imitarme, y es por ello por lo que cada vez que me hago (que me dejo) fotografiar, me roza indefectiblemente una sensación de inautenticidad, de impostura a veces (…) me convierto en espectro” (R. Barthes, La cámara lúcida, p. 45).

Barthes se presenta a sí mismo como un ser poliédrico, o más concretamente, como un sujeto con, al menos, cuatro perspectivas desde las que ser observado. Centrémonos en dos: “aquel que creo ser”, nos dice primero, y “aquel que quisiera que crean”, nos dice en segundo lugar. Tales son las dos caras de una misma moneda, las de una misma subjetividad, en este caso la del impostor del que ya escribí en su momento. Y es, en consecuencia, este asunto el que me permite acudir con sigilo al siguiente que quisiera mostrar.

            Mientras Barthes cree ante el objetivo, Baudelaire da su máximo descrédito a este mismo: el poeta, autor de Las flores del mal, detestaba la fotografía. Pensaba que el hecho de fotografiarlo todo destruía, indiscutiblemente, la capacidad de imaginar el pasado. Sin fotografía, sin inmortalizar el momento en cuestión, ese momento seguiría vivo en la medida en que nos obligásemos a recordarlo, a proyectarlo en nuestros pensamientos, sin el apoyo material que la fotografía supone. ¿Es esto así? “Nos vemos obligados a inventar”, dice Azúa a este respecto, comentando y respondiendo a la opinión hasta ahora parafraseada de Baudelaire. ¿Por qué inventar? ¿Por qué rehacer? Quizás sea porque en gran medida, como Sartre sugiere con acierto, nuestros recuerdos en gran medida no son más (ni menos) que ficciones.

Es cierto que la fotografía simplifica el proceso: carecer de ella nos insta a un esfuerzo mayor, en este caso a imaginar. Un ejemplo ilustrativo: hay quien prefiere la adaptación cinematográfica (película) a la obra original (libro). En la película uno ve aquello que (otro considera que) tiene que ver, digámoslo así; leyendo el libro, sin embargo, uno tiene que darse a sí las imágenes, imaginarlas, construirlas a partir del relato escrito. Pero volvamos, en un último giro, a la cuestión que nos detiene: ¿acaso no nos vemos arrojados a esa poiesis en el proceso de contemplación de la fotografía? Tiene un fuerte carácter de contemplación estética, sin lugar a dudas. P. Auster nos provee de las siguientes palabras, las cuales me gustaría al menos señalar:

“Sólo fotografías, porque cuando se llega a determinado punto, las palabras nos llevan a la conclusión de que ya no es posible hablar. Porque estas fotografías expresan lo indecible”. (La invención de la soledad, p. 139).

Al igual que hay quien desestima el gesto tomándolo, como es el caso de Baudelaire, con una fuerte repulsión, también hay quien celebra en ellas un hallazgo, comprendiendo en ellas un motivo fuerte de pulsión: la sensación paradójica de tener algo tan próximo y tan distante al mismo tiempo. Presente y pasado, contenidos materialmente (fragmentado), encuadrados en una imagen cuya sensación es en cierto modo inefable: la foto de un familiar que ya no está, de alguien que ha dejado de ser pequeño, o de un lugar frecuentado que en la actualidad ya no existe.

Es, sin lugar a dudas, la captación fragmentaria del instante: inmortalizar ese fragmento de espacio-tiempo, el cual será para siempre así (dentro de los márgenes de la fotografía). Y con ello, con ese “ver morir el instante”, una nueva paradoja: ninguna fotografía nos dará cuenta alguna de un hecho pasado, pues ésta solo extrae algo muy discreto de él: una pose. En la foto jamás terminaremos de columpiarnos, jamás envejeceremos ni tampoco dejaremos de reír; como tampoco terminaremos por comprender del todo aquello que esta misma refleja, o si efectivamente lo evocado en nuestra mente, por obra de la nostalgia, es efectivamente un recuerdo o se trata de una ficción a partir del mismo.

¿Existe aquello que queremos fotografiar o se trata nuevamente de una impostura premeditada, en la línea del pensamiento de Barthes? No somos seres lineales: tal linealidad (como si de un personaje de novela se tratara) la incluimos nosotros. “El sujeto es ficción” sentencia Nietzsche en su texto póstumo La voluntad de poder.


Permitamos que, en un último consuelo, resuenen las palabras del principio: Aquel que creo ser, aquel que quisiera que crean, …




viernes, 19 de agosto de 2016

La ventana sin cortinas de Fernando Pessoa


¿Cuáles son mis meditaciones acerca de Dios y el alma
y la creación del mundo?
Yo qué sé. Para mí pensar en eso es cerrar los ojos
y no pensar. Es correr las cortinas
de mi ventana (y eso que mi ventana no tiene cortinas).
¿El misterio de las cosas? ¡Cualquiera sabe qué es misterio!
El único misterio es que exista quien piense en misterios.
Quien está al sol y cierra los ojos
comienza a no saber lo que es el sol
y a pensar muchas cosas rebosantes de calor.
Pero abre los ojos y ve el sol
y ya no puede pensar en nada,
pues la luz del sol vale más que los pensamientos
de todos los filósofos y de todos los poetas juntos.
(Fernando Pessoa, "Un disfraz equivocado").

“Para mí pensar en eso es cerrar los ojos y no pensar”. Los sinceros versos de Pessoa se quedan flotando en el aire. Son muchas las reflexiones que a la luz de este poema podrían erigirse, (entre otras, me gustaría apuntar la perfecta caracterización de la estética hacia el final del fragmento). Esas provocativas palabras, sin embargo, provocan en mí una aparición: una nítida idea en forma de personaje cuya suerte le lleva a naufragar en mi mente.

Un personaje que, en cierta medida, podría decirse que huye de la realidad (cerrando los ojos) para hallarla (el cual, precisamente, constata que parte de su hallazgo es comenzar a no saber). Aquel que con expresión aturdida y confusa baja las persianas, corre las cortinas torpemente, y se dirige con un paso lento pero firme hacia un cómodo sillón, al albor de la chimenea. Ubicado en un lugar cálido, oscuro y solitario a partes iguales. Lugar placentero y que, en síntesis, le permite pensar. Huyendo de la luz del sol, abstrayéndose de toda compañía, se deja caer al sofá con brusquedad, como muestra de cansancio. Mira a su alrededor con cierta extrañeza, buscando un no sé qué en un no sé dónde. Como quien no sabe dónde está, o siquiera si está; como quien no recuerda quién es, ni quién fue. Esto último le despierta una duda a este singular personaje que mis pensamientos ocupa, quien acto seguido se pregunta en voz alta algo parecido a lo que sigue: “¿Puedo afirmar que siempre he sido el mismo? ¿He sido alguien en sentido estricto? ¿Considerar una continuidad en eso que acaso me atrevo a designar como yo no es, sin más, una ilusión?” Las preguntas quedan abiertas. La cuestión pregunta demasiado y es pregunta prematura, parece contestarle el silencio, el cual irremediablemente sale al encuentro, tan perturbador como ensordecedor. Tan impaciente como de costumbre.

En ese momento, el protagonista de mi imaginación termina de escribir unas líneas. Parece sonreír. Echándose hacia detrás y devolviendo la mirada a la ventana, que sigue con las cortinas echadas y las persianas bajadas, sumido en la oscuridad de aquella habitación, suspira, y retirando la mano de encima, nos desvela de modo inconsciente el contenido del papel. En la anotación escrita se plantean algunas reflexiones en torno a la existencia del mundo, la importancia de la razón, y la de un posible método para guiar a la misma. A este conjunto de pensamientos, escritos a pluma, en latín y con algunos tachones (signos, en todo caso, de que algunas ideas aún están siendo trabajadas, elaboradas, pensadas), le precede una firma bastante ilegible, en la que con cierto esfuerzo puede leerse: René Descartes.

jueves, 2 de junio de 2016

Hipias y Sócrates: lo bello es difícil.

Durante meses, en los ratos de esparcimiento y de lectura sosegada, prácticamente no he hecho otra cosa que no fuera leer sobre la disciplina que se ocupa de, entre otras cosas, el estudio de la belleza: la Estética. He leído intensamente sobre el tema de mi Trabajo Final de Grado, sobre la Estética en tanto que autopoiesis. A los filósofos (Descartes, Montaigne, Nietzsche, Kierkegaard, Schopenhauer, Ortega y Gasset) y a los artistas (Sophie Calle, Warhol, Duchamp), así como también algunas novelas de escritores notables (Oscar Wilde, Daniel Defoe, Paul Auster) los he leído y tratado en tanto que sujetos autopoiéticos, entendiendo en ellos ese hipotético personaje que invierte su ímpetu creativo en torno a la propia figura de sí, o lo que es lo mismo, haciéndose a ellos mismos en calidad de obra de arte.

Esto, como decía, me ha tenido ocupado meses, constatando la dificultad de la tarea. Comencé a documentarme sobre el tema en mayo del curso pasado, y, finalmente, hace unos días el círculo se cerraba: doy por zanjado (al menos por el momento) el tema. Pese a todo, no descarto continuarlo por razones requeridas por el tutor, o por renovadas ganas mías (nuevos hallazgos, nuevas maneras de entender este tema tan sospechoso como interesante).

Ahora, con nuevas ideas en mente, con nuevos proyectos pensados y tantos otros que aún están (valga la dichosa palabra) “haciéndose”, se me viene a la cabeza (no pregunten por qué, absténganse los filósofos) aquella conversación entre Sócrates e Hipias. Diálogo en el que el primero se sincera con el segundo y, sin más, le confiesa que a pesar de las acusaciones que soporta por el camino que ha elegido (dedicarse a una labor inútil, entre otros reproches), siente que le es provechoso sin lugar a dudas. Con un proverbio muy elegante (tremendamente estético) da cierre al coloquio: “lo bello es difícil”.

“Querido Hipias, tú eres bienaventurado porque sabes en qué un hombre debe ocuparse y porque lo practicas adecuadamente, según dices. De mí, según parece, se ha apoderado un extraño destino y voy errando siempre en continua incertidumbre y, cuando yo os muestro mi necesidad a vosotros, los sabios, apenas he terminado de hablar, me insultáis con vuestras palabras. Decís lo que tú dices ahora, que me ocupo en cosas inútiles, mínimas, y dignas de nada. […] Me sucede, como os digo, recibir a la vez vuestros insultos y reproches y los de él. Pero quizá es necesario soportar todo esto: no hay nada extraño en que esto pueda serme provechoso. Ciertamente, Hipias, me parece que me ha sido beneficiosa la conversación con uno y otro de vosotros. Creo que entiendo el sentido del proverbio que dice: Lo bello es difícil.”

-Platón (Hipias Mayor).

miércoles, 23 de marzo de 2016

La encrucijada del filósofo.


Salvándome de trampas y de pecados graves, 
encamino mis pasos en ruta hacia lo Bello;        
y son mis servidores como su esclavo soy;         
mi ser todo, obedece a esa viviente antorcha.

(Charles Baudelaire, “Las flores del mal”, p. 73-74).

Tengo un fervor incesante por saber. Albergo un incipiente interés por leer todo cuanto puedo. Quiero, en demasía, enterarme de qué dice este autor, este otro, y también aquel otro. Leo y releo páginas hasta que al fin caigo rendido: hasta que al fin el sueño me acoge (que no sacia). Mi habitación llena de libros: mi cabeza llena de autores, impregnada por sus ideas, compartiendo sus dudas. En mi mesa hojas y hojas, apiladas todas ellas, conformando un perfecto mosaico (que no un puzzle, pues el orden no es mi punto fuerte). Apuntes desordenados (“todos los genios lo son” decía tía May en la película de Spiderman refiriéndose a su desordenado sobrino), pensamientos desordenados, vida desordenada (“El desorden necesario”, así titula uno de sus libros mi tutor de TFG). Como de costumbre, devuelvo los libros y me penalizan (me retraso varios días, casi siempre). Leo poemas a la vez que escribo en el ordenador. Llevo al término novelas antes de entrar en clase, y terminándolas, “las empiezo” como quien dice: empiezo a darles forma, a pensarlas, a tomarlas como tema de escritura y reflexión. Asisto a tutorías y en ellas me encomiendan más y más libros. Tomo notas en clase, y en los márgenes doy forma a mis monstruos: Filosofía es mi quehacer, la Estética mi área favorita por el momento, la autopoiesis mi tema de estudio.

Sin embargo, y a pesar de que encamino mis pasos en ruta hacia lo Bello, hay varias maneras de entender esto. Saber más de cada vez menos suele decirse, Sólo sé que no sé nada decía Sócrates una y otra vez; y yo, ante tales sentencias, afirmo: saber me aleja.
Conforme uno lee más en demasía, conforme uno estudia, conforme uno aprende; más lejos se encuentra del resto, lo constato. Conforme más me comprendo, más incomprensible me hago. Me hago en cualquier caso: mejor o peor, me hago. 

Pero, ¿acaso cabe que lo haga de otro modo? ¿Acaso tengo la opción de abandonarlo todo por un segundo? Me temo que no. Me temo que no está en mí elegir eso, como tampoco está en mí cambiar mi pasado. Sencillamente se trata de hacerme cargo de quien soy. Es éste, me temo, el sino del filósofo, la encrucijada en la que me encuentro: saber cada vez más cosas (extraordinarias dirá Nietzsche) que difícilmente puedo transmitir y las cuales te abren posibilidades en las que cada vez menos gente va a poder acompañarte. Encerrarte en un intento de huida de sí mismo que no hace sino acrecentar un solipsismo, un yo y yo mismo en el que experimentar la soledad a veces puede ser uno de los mayores deleites y, en otras cuantas ocasiones, uno de los mayores pesares.
Y no puedo presumir de ocupación, pues no siempre uno tiene ganas (o fuerzas) de enfrentarse a esta constante tormenta en la que se halla inmerso. No presumo, entonces. No puedo más que, en una resignación feliz (y a veces triste) encomendarme a esta tarea, responder a esta necesidad en palabras de Paul Auster, obedecer a esa viviente antorcha en palabras de Baudelaire, y seguir remando hacia no sé bien dónde. Con paso firme.


Un filósofo: un hombre que constantemente vive, ve, oye, sospecha, espera, sueña cosas extraordinarias; alguien al que sus propios pensamientos le golpean como desde fuera, como desde arriba y desde abajo, constituyendo su especie particular de acontecimientos y rayos; acaso él mismo sea una tormenta que camina grávida... de nuevos rayos; un hombre fatal, rodeado siempre de truenos y gruñidos y aullidos y acontecimientos inquietantes. Un filósofo: ay, un ser que con frecuencia huye de sí mismo, que con frecuencia tiene miedo de sí, pero que es demasiado curioso para no volver a sí una y otra vez...".

(Friedrich Nietzsche, "Más allá del bien y del mal").

sábado, 12 de marzo de 2016

Una manera extraña de pasarse la vida.


No sé por qué me dedico a esto. Si lo supiera, probablemente, no tendría necesidad de hacerlo. Lo único que puedo decir, y de eso estoy completamente seguro, es que he sentido tal necesidad desde los primeros tiempos de mi adolescencia. Me refiero a escribir, y en especial a la escritura como medio para narrar historias, relatos imaginarios que nunca han sucedido en eso que denominamos mundo real. Sin duda es una extraña manera de pasarse la vida: encerrado en una habitación, con la pluma en la mano, hora tras hora, día tras día, año tras año, esforzándose por llenar unas cuartillas de palabras con objeto de dar vida a lo que no existe, salvo en la propia imaginación. ¿Y por qué se empeñaría alguien en hacer una cosa así? La única respuesta que se me ha ocurrido alguna vez es la siguiente: porque no tiene más remedio, porque no puede hacer otra cosa.

Esa necesidad de hacer, de crear, de inventar, es sin duda un impulso humano fundamental. Pero ¿con qué objeto? ¿Qué sentido tiene el arte, y en particular, el arte de narrar, en lo que llamamos mundo real? Ninguno que se me ocurra; al menos desde el punto de vista práctico.

(Paul Auster, “Ensayos completos”, página 714).

Soy consciente de que escribir algo a continuación de las palabras de un premiado con el Premio Príncipe de Asturias de las Letras (2006) como es Paul Auster no hace sino romper el silencio que habita aquel que se adentra a la reflexión tras la lectura de sus palabras. Invito a considerar las anteriores palabras y, del mismo modo que lo hago yo, a que estas sean leídas como buenamente se quiera. A que se extraigan las consideraciones que cada cual entienda que son oportunas. ¿Cabe, sin lugar a dudas, hacerlo de otro modo? Leer es una faena utópica, decía Ortega y Gasset, y lo corroboro de buena gana.

¿Por qué hace lo que hace? Porque no tiene más remedio. Hace lo que le es propio: responde a ese impulso fundamental, el de narrar historias posibles, historias que algunos dicen no ser reales y que, sin embargo, acaban por ser a veces más real que lo propiamente real.

¿Acaso no es este el sino en el que se encuentra el artista? Traer a la realidad lo que hasta el momento es sólo posibilidad. Hacer de lo posible un hecho. La idea que plantea Paul Auster (y que reconozco en otros autores que no mencionaré aquí, pero que sí aparecerán en el trabajo que durante meses lleva recorriendo mi cabeza) me recuerda a una anécdota que me comentaron hace poco acerca de Ignacio Falgueras, conocido artista de La Línea de la Concepción, y es que, según parece, este hombre decía “dar vida a los monstruos que habitaban en su cabeza”.

No es el caso de Ignacio Falgueras, así como tampoco son los monstruos a los que daba vida el motivo que me mantiene delante del ordenador pensando. Al menos no ahora mismo, al menos no por el momento. Tengo, sin duda, mis propios monstruos a los que dar vida. Y se trata, nada más y nada menos, de responder a eso último que como puede leerse plantea Paul Auster al final de la cita, esa pregunta para la que no encuentra sentido. “¿Con qué objeto? Con el de hacer de la propia vida una obra de arte”, pienso. Y sigo pensando, luego los monstruos siguen vivos en mi cabeza y no fuera de ella.


Y sí,: sin duda es una manera extraña de pasarse la vida…

sábado, 20 de febrero de 2016

El pintar(se) de Montaigne.

Pintar como proceso creativo. Cuando digo “pintar” no quiero referirme al “cambiar de color algo”, al tema puramente artesanal (pintar de oficio); cuando me refiero al verbo “pintar” le atribuyo una cierta connotación artística (pintar como expresión de uno mismo), o dígase así, poiética (poiesis en griego significa creación). Pintar no sería, por tanto, hacer que una pared de ser blanca ahora sea amarilla: pintar sería crear algo que antes no estaba. Pintar como “poner arte” en donde antes no había.
En la medida en que uno mira por sí (cuida de sí) se hace cargo de quien es, de su realidad, de su carácter artístico. Cuando uno se conoce (se sabe siendo, diré) puede intentar algo que en gran medida no es nada sencillo, es tedioso, complejo y difícil: ponerse a salvo (Robinson Crusoe), huir de todo peligro, pintarse de una manera u otra. Esto podría sintetizarse en otros términos (más conflictivos, me temo; más provocadores, advierto): CONSTRUIRSE A SÍ MISMO.

No pinto el ser. Pinto el paso: no el paso de una edad a otra, o, como dice el pueblo, de siete años en siete años, sino día a día, minuto a minuto. He de adaptar mi historia al momento. Podré cambiar dentro de poco no solo de fortuna sino también de intención. Es un registro de diversos y cambiantes hechos y de ideas indecisas cuando no contrarias; ya sea porque considere los temas por otras circunstancias y en otros aspectos. El caso es que quizá me contradiga […]. Si mi alma puede asentarse, dejaría de ensayarme y decidiríame; más está siempre aprendiendo y poniéndose a prueba.
Michel de Montaigne, Essais (Ensayos).

Entiende Montaigne el vaivén que conforma el vivir, y lejos de obcecarse por controlarlo (por descubrirlo) lo toma como material para su arte con la vida personal. Se propone responder a una necesidad propia, la de responder a la circunstancialidad de los días, ¿cómo? relatándose ensayísticamente. En su particular acción poiética (creativa, por tanto) escribe y describe su persona, se construye con dicho material, siendo ese su cometido último (“pinta el paso” y no el ser). Escribe y describe, pinta y se pinta, es creativo con su realidad que conforma él mismo, ¿y no es esto acaso una poiesis de sí, una poiesis consigo? Llega a confesar el propio Michel de Montaigne aquello de  “Mi oficio y mi arte es vivir. Quien me prohíba hablar de ello […] que ordene a la arquitectura hablar de los edificios no según ella, sino según el vecino”.